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He visto el futuro en sueños

He visto el futuro en sueños.


He visto el futuro y el futuro era un sueño. No habían colonizadores; no solo en Puerto Rico, sino que en el mundo se había extinguido el imperialismo y todas sus secuelas de avaricia. 




En Puerto Rico, se caminaba. Las ciudades y los pueblos eran limpios, habían árboles coronando las aceras que permitían que fuéramos a pie sin *sancocharnos al trabajo, a la playa, al gimnasio, a casa de los padres, a casa de los amigos. Las parejas se juntaban para caminar. Se conocían caminando. “¿Te apuntas a tomarnos un café y a dar una vuelta?” En las calles, antes que carros, había gente y la gente se saludaba; se conocían porque se cruzaban todas las semanas cuando salían a hacer sus diligencias. En las calles habían más caras que *tablillas


Habían parques públicos limpios, frecuentados, ¡por todas partes! Juntarse con gente querida era gratis; solo cuestión de quedar en el mismo lugar a la misma hora. Existían lugares donde no había que consumir nada para quedarse las horas que uno quisiera; ver gente no costaba más que las ganas de salir.





El acoso callejero se extinguió, primero en los pueblos pequeños y luego en las ciudades. ¿Quién se atreve a gritarle a una mujer en la calle cuando en media hora tu madre se iba a enterar? La gente vivía en comunidad y en las comunidades se habla. Y como el patriarcado llevaba generaciones poco a poco erosionando, ahora las mujeres eran miembros de igual importancia en sus comunidades que los hombres. El acoso se extinguió primero por miedo, pero fue el respeto y la estima quien lo hizo pasar al olvido.


He visto el futuro. Salí a bailar de noche, sola. Fui caminando, de noche, a un local cerca de casa. Bailé una salsa gorda con gente desconocida y regresé a mi casa, a pie, sola. Sin miedos. Sin sustos. Sin las llaves entre los dedos. 





Esa semana, hice la compra, toda de productos locales; el costo era poco — lo que cuesta la comida cultivada en el propio país en otras partes del mundo, donde no se es colonia y donde los impuestos por comer no te clavan.


Quería salir de San Juan, así que cogí un tren rumbo a Arecibo; había un tren que recorría toda la isla y a esa hora, hacía una parada cerca de la plaza del pueblo. Habían *guaguas también, que llegaban a tiempo. La gente, harta del caos de los *tapones de todos los días, se había vuelto peatona. Llegaba en tren, en guagua o en carro público al trabajo. Había siempre quienes tenían afición por ir en bicicleta en los meses de menos calor, y esos iban tranquilos por su carril de bici. Iban en carro solo los que tenían particular afición por *guiar; todos los demás cogíamos el transporte público y nos poníamos a mirar por la ventana, a hablar entre nosotros, a leer o a escuchar música de camino a casa. 


Cuando había sequía y estábamos todos muertos del calor, finalmente llovía y la gente se subía a los techos y salía a los balcones para disfrutar del refrescón. Ah, porque las casas estaban construidas para el clima; los arquitectos tenían en cuenta el calor tropical y la circulación de los vientos alisios, entonces las viviendas se diseñaban con patios interiores, con tragaluces, con ventanas a la vuelta redonda, o trepadas en zancos bien arraigados — estructuras que permitían que saliera el calor y entrara el fresco, y que también aguantaban huracanes, en caso de que vinieran. Dejamos atrás la moda de los bloques de cemento con un aire acondicionado incrustado a lo random. El aire acondicionado lo tenían los que eran pingüinos de vocación; a los demás no nos hacía falta. 





En el futuro, nos habíamos inventado una especie de híbrido de los sistemas políticos que hoy en día existen; uno que no le diese todo el control sobre los bienes al gobierno, pero que a su vez no hundiera a los Juanes y Juanas del Pueblo en la arrasadora pobreza individualista. Los padres podían retirarse antes de convertirse en abuelos. Los jóvenes tenían trabajo — y con uno nada más les bastaba para hacer vida. Los trabajadores tenían pagas las vacaciones, los días libres, los días de enfermedad, y los retirados podían vivir tranquilos de sus pensiones. 


Los que cumplían los 62 habían dejado de trabajar por necesidad y solo cogían trabajos si se aburrían en la jubilación. Luego, con ese dinero que se ganaban porque sí, se iban de viaje, se apuntaban a clases, se iban de fin de semana a quedarse en la playa o en la montaña. 


El gobierno le había dejado de poner tantas trabas a quienes querían montar sus negocios, así que los emprendedores pequeños vivían prósperamente de sus tiendas, de sus cultivos, de sus escuelas, de sus empresas. Se podía, un paso a la vez, construir una vida.


Se habían ido los colonizadores. No sé bien a dónde; era como si se hubiesen esfumado. Y habíamos retomado el Viejo San Juan. Ya no se sentía la humareda de inglés por las ancestrales calles adoquinadas; los turistas eran visitantes y los puertorriqueños de toda la vida eran los vecinos. Tanto así, que nos volvíamos a alegrar, con hospitalidad de quien se sabe en su casa, cuando aterrizaba una familia extranjera o una pareja de recién casados con estrellas en los ojos a visitar los muelles y el Morro. Les dábamos direcciones. Les preguntábamos de dónde venían. ¡El Viejo San Juan era nuestro otra vez!


Con los colonizadores, se habían esfumado sus aliados: los políticos eñangotados. Los que hoy se creen más gringos que los gringos y venden al país como el cerdo Napoleón en aquella novela de Orwell, andando en dos patas para hacerse el déspota con los humanos. Los corruptos se habían caído de la faz de la Tierra, tal vez en las fauces de los monstruos aquellos que los europeos dibujaban en los mapas antiguos, en los rincones donde sospechaban que el mundo se acababa. O tal vez fueron todos a terapia y se retiraron de sus cargos. Poco me importa — ya no tomaban decisiones por nosotros. 


La agricultura florecía. La tierra estaba contenta y las manos que la trabajaban, por primera vez en nuestra historia, no morían de hambre. Los agricultores formaban familias sin miedo; tenían hijos que podían mantener y educar tranquilamente. Los artesanos también. ¡Y los artistas!





El pueblo conocía su historia y sus letras porque se enseñaba sin censura en todas las aulas del país y, decidido el pueblo a nunca más volver a caer en las garras de un régimen violento, se había desarrollado uno de los sistemas de educación pública más completos del mundo. A las universidades de Puerto Rico venían estudiantes de diferentes partes del mundo a nutrirse de los programas que aquí se ofrecían. 


Se vivía sin miedo a enfermarse porque había abundancia de médicos y la salud pública era un verdadero recurso. La gente de todas las edades podía sanar. Y de paso, ya se enfermaban menos. Las tasas de diabetes, alta presión, fallo cardiaco, osteoporosis, desórdenes hormonales, cáncer, depresión, ansiedad y estrés postraumático habían bajado estrepitosamente, porque las condiciones de vida en la isla conducían a la salud. La calidad de vida se había convertido en la norma y la enfermedad había, por fin, ocupado el lugar de la excepción. Y sanábamos. ¡Cómo sanábamos!


He visto el futuro. ¡He visto el futuro! Y más allá del coloniaje, lo que había era vida. 

 





Patri Calderón de la Saga












Glosario de puertorriqueñismos y/o calderondelasaguismos:


*sancocharnos

de "sancochar" (v.) = coloquialmente, acción de pasar mucho calor


*tablillas

plural de "tablilla" (f.) = en Puerto Rico, la matrícula de un automóvil


*guaguas

plural de "guagua" (f.) = autobus


*tapones

plural de "tapón" (m.) = congestión vehicular, atasco, trancón


*guiar (v.) = conducir, manejar








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